Primer blog
26.01.2013 16:26Cuento de Navidad
El camino
En Ítaca[1], una tarde de otoño del siglo VIII a. C., durante la feria de comerciantes que se celebraba a diario en una de sus calles, Ulises se mostraba presto recogiendo todos los enseres, herramientas y baratijas, que había estado vendiendo durante todo el sábado.
Ulises era enjuto, no muy alto e introvertido; concienzudo y de pocos amigos; pero no antipático, al contrario era profundo en sus amistades y en el mercadillo, al que asistía con cierta asiduidad, tenía buenos colegas. Podía parecer huraño hasta que se le conocía. Era el hijo pequeño de una familia numerosa; pero vivía él sólo con sus padres, ya mayores. El resto de hermanos se habían ido lejos en busca de proyectos, hazañas y aventuras que les reportasen buenas ganancias.
El sol se ponía a lo lejos entre nubes alargadas de algodón y cielos rojizos, que presagiaban frío. Era, en todo caso una visión idílica. Un sol de grandes dimensiones y color anaranjado entre nubes aterciopeladas de color blanco con fisuras rojizas y celestes, sobre un suelo oscuro.
Los mercaderes se movían con movimientos aprendidos desmontando sus tiendas.
- Ulises ¿Qué tal vas? –le preguntó Jasón, cuyo puesto se encontraba al lado del suyo.
- Bien, ya me falta poco –respondió serio Ulises con gesto adusto-.
- Pero te veo triste –insistió Jasón.
- Sí, sólo de pensar que tengo que cruzar el espeso bosque que tercia en el camino de vuelta a casa me pongo enfermo –se sinceró el joven Ulises.
- Yo no puedo acompañarte, Ulises, ya sabes que voy en dirección contraria y mi familia me necesita. Deberías averiguar el origen de ese miedo –sentenció Jasón.
El joven Ulises continuó recogiendo la mercancía, que introducía en un gran saco y sólo le quedaban los palos y la lona del tenderete. Actuaba presto, no fuera que el sol se metiera del todo y no se viera nada.
Por fin, se alejó por el camino que le llevaba a su hogar con un carro de madera.
Al cabo, porque estaba ya cansado y porque había poca luz, se agazapó en un árbol al que ató su carro y se tumbó, protegido por tres mantas de lana.
A la mañana siguiente, Ulises se levantó pronto. Recogió las mantas y siguió andando. Había dormido poco, pues la idea de atravesar el bosque le apesadumbraba. Comenzó a llover torrencialmente y se subió al carro no sin antes tapar la mercancía con la lona impermeable de su tenderete, dentro de la cual se protegió él mismo.
La lluvia duró como un par de horas; pero parecía que había estado lloviendo todo el día. Cuando terminó de llover Ulises siguió su camino.
Por fin llegó a la espesura y una vez allí, se topó con un gran charco. Había llovido tanto que se formó una especie de laguna. Al intentar atravesarlo, Ulises comenzó a sentir cómo el agua le cubría el calzado. Así que decidió que no podía seguir; se sentó en una piedra, junto al camino.
Ulises había cogido algo de frío cuando tuvo que guarecerse de la lluvia y tenía algo de fiebre, por lo que cogió una manta y esperó envuelto en ella.
En sus reflexiones pensó en Zeus. Creía que él era una buena persona y que, por tanto, los dioses tendrían que socorrerle; pero los días pasaban sin que apareciera nada, ni nadie.
Ulises empezó a sentirse angustiado y solo, tremendamente solo e impotente.
No paraba de darle vueltas a la cabeza hasta que en su mente febril se acordó de la historia de Dédalo y su hijo Ícaro.
Dédalo y su hijo habían sido retenidos y hechos prisioneros por Milos, rey de Creta. El rey estaba enfadado porque Dédalo había ayudado a escapar a Aracne del laberinto del Minotauro.
No podían escapar ya que la isla estaba fuertemente custodiada por los barcos del ejército de Milos. Así que Dédalo ideó un plan para salir volando de allí.
Fabricó un par de arneses y los completó con plumas de diferente tamaño. Las principales las cosió y luego el resto las pegó con cera a la estructura.
Una vez terminada la obra, ambos se ciñeron los arneses y Dédalo le explicó a su hijo:
- Mira Ícaro, cuando nos vayamos no vueles ni demasiado alto, porque los rayos del sol derretirán la cera; ni demasiado bajo, pues el mar mojará tus alas, las hará espesas y pesadas y caerás al mar arrastrado por las olas.
Tras esto, ambos salieron volando de la isla; pero Ícaro se distrajo y olvidó pronto lo que su padre le había advertido. Era joven e imprudente y se ufanó en volar alto; pero el sol, tal y como le había advertido su padre, derritió la cera que mantenía pegadas las plumas y pronto comenzó a perder el equilibrio y cayó al mar, siendo engullido por las espesas y negras aguas de éste.
El joven Ulises durante todo ese tiempo no ingirió alimento alguno. Así que en él, que tenía un rostro ya falto de carnes, las prominencias de los huesos se hicieron notar, con la falta de nutrientes, y sus brazos alargados se volvieron frágiles.
En ese estado decidió subirse a un árbol para divisar bien el bosque; pero con tan mala suerte que a falta de fuerzas, intentando alcanzar una rama se cayó, rompiéndose algún hueso.
Comenzó a dar gritos y alaridos, cuyo rugido llegó al oído de un campesino que se encontraba no muy lejos de allí.
El labrador llegó al lugar y lo primero que hizo fue sujetarle el brazo que se le había partido, improvisando, con unas tablillas y unas cintas de cuero, un entablillado; sin que Ulises dejara de ahogar sus alaridos, producto del dolor.
El agricultor, que se llamaba Sísifo, no era tampoco muy alto; pero sí más fuerte, campechano, alegre, simpático y, sobre todo, le gustaba ayudar a la gente. Por eso no dudó en acudir al sitio donde Ulises, muerto de hambre y sed y con el brazo roto, pedía ayuda.
La laguna casi se había secado; pero el carro seguía sin poder moverse. Así que Sísifo bajó todos los bultos y puso unas ramas detrás de cada una de las ruedas del único eje que poseía el carro y tiró de él hacia atrás, sacándole del barrizal. Después subió como pudo a Ulises y sus pertenencias al carro y llevó al enfermo a su casa. No dudó de acostarle en su cama. A continuación le dio de beber un caldo de poyo que cocinó rápido en la lumbre para que se curase del resfriado y para que repusiese fuerzas.
El joven Ulises mejoró pronto, sobre todo de aspecto físico –incluso le engordaron los carrillos de la cara-. Volvió a él la alegría.
Pasado el tiempo Sísifo y él despachaban sus ideas y opiniones en torno a la mesa, a la hora de comer o junto al fuego, en unas sillas bien cómodas.
- Pero hombre ¿Cómo se te ocurrió subir al árbol? –dijo Sísifo.
- Pues ya ves, estaba harto de que Zeus no se acordara de mí y quería ver la amplitud de la balsa de agua, que se había formado, aunque algo trastornado debía estar –relató Ulises.
- No sé por qué la gente utiliza a los dioses para solucionar sus problemas –le espetó el labriego con tono de reproche.
- Es que la vida es muy dura y eso es lo que nos han enseñado. Si tienes una necesidad hay que acudir al favor de los dioses –se explicó el joven Ulises.
- Ya y ¿por qué no acudir a un amigo? Cuando crees hablar con los dioses, en realidad hablas contigo mismo –reflexionó Sísifo-. Mira –añadió-, cuando me pongo frente a la lumbre pregunto cosas, pero nadie me contesta. Me puedo sentir menos solo si creo en Zeus; pero él nunca me contestará. La verdadera armonía la tenemos que conseguir los hombres con buenas acciones. En eso sí podemos avanzar.
Yo prefiero enfrentarme a las cosas y actuar en la vida con lo que la lógica sí puede explicar. No digo que lo que vemos sea tal cual lo vemos o que puedan existir otras realidades; pero yo, no las tengo en cuenta porque no las puedo abarcar –sentenció Sísifo.
- Sí, la verdad es que tú me has ayudado bastante más que mis creencias –admitió Ulises, sorprendido de la profundidad de las ideas del labrador, mayor que él y con mucha más experiencia.
- La gente llega a ofrecer auténticas barbaridades, que luego les cuesta cumplir –continuaba Sísifo-. Si tú Zeus me concedes buenas cosechas yo te haré un altar... Quizá por eso mismo muchas personas creen. Se sienten solos y encuentran consuelo en unas creencias gracias a las cuales pueden ver cumplidos sus deseos. Sin embargo, en realidad, se trata de un auténtico monólogo.
- Pero el hombre es un lobo para el hombre y es bueno un cierto temor a los dioses –esbozó Ulises.
- Me quedo con lo primero, porque tienes razón en eso; pero para los hombres, las leyes de los hombres –remarcó escuetamente Sísifo-...
- Entonces, me vengo preguntando yo: si no se cree en Zeus ¿qué da sentido a la vida? –suspiró Ulises como exponiendo una última duda.
- Acaso las flores se preguntan por qué y para qué están aquí –respondió Sísifo.
Así pasaban horas hasta que Ulises, encontrándose mejor, decidió marchar. Estaba muy preocupado por sus padres, ya que no sabían dónde podía estar.
Sísifo acompañó a Ulises, atravesando aquella espesura de robles, pinos y carrascas por el camino.
Al ver el padre de Ulises a su hijo a través de la ventana salió a su encuentro y le abrazó efusivamente, con lágrimas en los ojos.
El padre no le acompañaba porque se quedaba en casa cuidando de los animales.
- ¿Qué ha pasado hijo?
- Ya le contaré, pues es muy largo y oportuno –sugirió Ulises.
- Bueno Sísifo, quédate a dormir en ésta, que también es tu casa –se expresó Ulises con la satisfacción de poder ofrecer algo a cambio de lo que él creía haber recibido.
- Pues sí –agradecido, dijo Sísifo- es muy tarde ya y así podremos estar más tiempo juntos.
Ya en la casa y tras besar a su madre se acostaron sin dejar antes de cenar.
Delante de un fuego chisporroteante Ulises se quedó sentado calentándose las manos y muy pensativo, ensimismado. Mucho más reflexivo que otras veces.
Le daba vueltas no tanto a las conversaciones que había tenido con Sísifo, sino a lo que le dijo Jasón: deberías averiguar el origen de ese miedo al bosque. Aquellas palabras resonaban en su cabeza.
El sol acababa de salir. Ulises preparaba el desayuno en el fuego. Al poco se levantó también Sísifo.
Ulises seguía apesadumbrado; por lo que Sísifo le preguntó por su estado de ánimo y por el motivo que le afligía.
- Ulises, entonces –confesó-. Mira Sísifo, un compañero del mercadillo me dijo que tenía que averiguar por qué me da miedo adentrarme en el bosque y tiene razón.
- Pues mira –señaló Sísifo-. Vamos a llevar a cabo un experimento. Tú y yo nos vamos a ir al bosque y lo vamos a recorrer para que te des cuenta de que allí no hay ningún peligro. Sobre todo por esta zona, donde no hay lobos ni osos, ni ningún otro depredador. Vamos a desayunar, si te parece bien, y nos vamos –sentenció Sísifo.
- Hasta pronto –se despidió Ulises de sus padres, que se acababan de levantar.
- Hasta pronto hijo.
Se dirigieron al camino y llegados a él se internaron en el bosque de robles y alcornoques y subieron por la ladera de una montaña que estaba junto al camino.
Más arriba la arboleda era más tupida y llena de pinos y abetos; por lo que decidieron ir por un sendero estrecho formado tal vez por la bajada de troncos cortados para madera. Se encontraron con un arroyo y el sendero desaparecía; pero el sentido común o la intuición hizo que ascendieran por este arroyo que se deslizaba por la roca y efectivamente dieron con la continuación del caminillo. La vegetación comenzaba a ser más frondosa. En un momento determinado se salieron del sendero y se acercaron a unos pinos. Alzaron sus ramas y se encontraron con un bosque de setas y fresas silvestres.
- Mira, -dijo Sísifo- si hubiésemos traído unas cestas...
- Sí –respondió Ulises-. Es muy bonito. Es como si hubiésemos encontrado un bosque de cuento. ¡Cómo me podría dar miedo esto! –añadió.
- Aquí me gusta venir –añadió Sísifo; soltando a continuación una reflexión-. Mira, me siento en ese árbol viejo, caído, y cierro los ojos. Escucho y me siento menos solo. Así paso horas.
- Así que tú también tienes tu lado religioso, ¿no? –preguntó Ulises.
- No digo que no; pero aunque reflexiono en esta especie de santuario en medio del bosque sé que no me escucha nadie y, sobre todo, no le pido nada –se explicó Sísifo...
Ambos decidieron seguir y ascendieron hasta la cumbre, encontrándose con que los pinos, alcornoques, robles y matorrales desaparecían dando paso a un prado hermoso y preñado de hierba donde pastaba un rebaño de ovejas.
Al cabo descendieron. Y llegaron a casa de Ulises.
Sísifo se quedó a comer con la familia y después, junto a la ventana volvieron a departir ambos amigos. El joven Ulises, entonces, aprovechó la ocasión para hacer partícipe a Sísifo de una duda más.
- Hace unos meses –explicó Ulises- acudí al Oráculo de Delfos y allí me dijeron que no iba a casarme nunca, ni iba a tener hijos. ¿Tú qué crees?
- Cuando algún desatinado te predice el futuro, te está condicionando lo que te va a pasar, porque inconscientemente interiorizas la predicción y haces que tu comportamiento se ajuste a ella. Lo que yo te recomiendo es que no vuelvas ni dejes que alguien te marque tu futuro. Escríbelo tú. Mira no es difícil de entender.
Cuando acudes al adivino, acudes con una fe inmensa. Esa fe provoca que si te crees lo bueno, debe cumplirse también lo malo. Es hasta peligroso. Yo te recomiendo que te olvides de esa predicción y me hagas caso.
Al atardecer se despidieron ambos amigos.
- Bueno Ulises, nos volveremos a ver y volveremos al bosque –dijo Sísifo, con una irónica sonrisa.
- De acuerdo, hasta siempre – se despidió Ulises-.
Hacía un calor de mil demonios, aunque el sol se encontraba ya muy bajo.
El día le había ido estupendamente a Ulises, que había vendido casi toda su mercancía. El joven Ulises recogió todo en varios sacos que los dispuso encima de su carro. Tiró de él por los brazos de madera dirigiéndose a su casa por el camino de siempre. Estaba contento; pero una vez que acometió el tramo a la altura del bosque se encontró con unas piedras que taponaban, sin duda, el sendero por el que, con aquel obstáculo, era imposible seguir.
Se encontraba ya lejos de la casa de su buen amigo Sísifo, así que se internó en la espesura del bosque en busca de alguien que le pudiera ayudar.
Después de media hora el sol se puso, así que decidió volver al camino y dormir allí, esperando que al día siguiente le fuera mejor.
Efectivamente, al día siguiente volvió a penetrar en la espesura y se topó con una hermosa mujer, que vivía en la casa de la cumbre de la montaña, que él ya había visto acompañando a Sísifo, con su familia.
- ¿Dónde vas? –preguntó ella.
- El camino está taponado por piedras y no puedo seguir con mi carro –respondió Ulises-. ¿Cómo te llamas? –inquirió él.
- Me llamo Penélope y vivo arriba, en la montaña. Si quieres yo te puedo ayudar –dijo Penélope.
- Entre los dos... ¡Imposible! –dijo un afligido Ulises.
- No entre los dos solos no. Tú puedes bajar al camino y cuidar de tu carro. Yo sé dónde están un grupo de leñadores y puedo avisarles –se explicó Penélope.
- De acuerdo –dijo el joven Ulises asintiendo con la cabeza.
Penélope se fue en busca de los leñadores y Ulises bajó para cuidar de sus pertenencias.
A Ulises le había gustado Penélope. Ella era un poco más gruesa, tenía el pelo largo de color rubio y casi tan alta como él. Parecía extrovertida. Le gustó su pronta disposición a ayudarle.
Al cabo bajó Penélope con los leñadores que la acompañaron.
Una vez junto a las rocas desprendidas, ayudados de algunas herramientas pudieron apartarlas lo suficiente como para que el carro pudiera pasar.
- Gracias por todo amigos –dijo Ulises.
- No es molestia hombre –le correspondieron los leñadores.
- Sí, pero de no ser por vosotros no hubiese podido llegar a casa –reconoció Ulises.
- ¡Hasta pronto Penélope! –se despidió Ulises de ella también.
El joven Ulises se alejó de los leñadores, con su carro, deseoso de llegar a casa. Había sido capaz de irrumpir en el bosque y había conocido a Penélope. Estaba muy contento y en su pensamiento surgió la cara de Sísifo.
Marchó por el sendero hasta que se le perdió de vista. Pareció como si se desdoblara y una parte de él iniciara un viaje en el tiempo hasta nuestros días.
- El joven Ulises se encontró muchas veces con Penélope hasta que decidieron vivir juntos y tuvieron un vástago, al que llamaron Telémaco. Ulises no sólo perdió el miedo cuando se adentraba en el bosque, sino que además maduró en ideas, astucia e inteligencia y vivió innumerables aventuras, llegando a ser rey, rey de Ítaca –terminó de leer Ulises.
- ¿Te ha gustado el cuento? –añadió.
- Sí –contestó Julio, su hijo- que preguntó, con cierta zozobra: los que no creen ¿pueden celebrar la Navidad?
- Bueno, verás... estas fechas suelen celebrarse en muchas culturas. La luz del sol es escasa. El 24 de diciembre es el día más corto del año y la noche más larga; pero a partir justo del día de Navidad esto empieza a cambiar. La luz va imponiéndose a la noche –le explicó Ulises a su hijo.
- ¿Y los belenes? –volvió a preguntar Julio.
- Los belenes son parte de nuestra cultura y simbolizan la llegada del amor y dicen, que paz a los hombres de buena voluntad. Para los creyentes de esta parte del mundo la duda no es tanto si Dios existe o no sino que Jesús vivió de verdad y trasmitió unos valores. Otra cosa luego es cómo viven eso los cristianos –respondió el padre, viendo cómo su hijo se dormía... Además es el día de los niños que se portan bien para que les traigan muchos juguetes –continuó el padre...
Viendo que su hijo se había quedado dormido le arropó, le dio un beso en la frente y cerró con cuidado la puerta de su habitación.
Se dirigió al comedor y vio que le habían dejado un regalo para él; pero no lo abriría hasta mañana. Dejó otro para su mujer y otro para su hijo y se fue a la cama.
Fuera estaba nevando.